Miserias Literarias

Desgranando el agusanado mundillo editorial

31 agosto 2006

Los certámenes literarios (I)

No descubro nada nuevo si enuncio que, en el actual panorama literario, las posibilidades de que un escritor novel publique y dé a conocer su obra son muy limitadas y que se reducen básicamente a tres vías: una editorial que apueste por su obra, un agente literario que haga exactamente lo mismo o bien, el recurso de los certámenes literarios. De las dos primeras hablaremos en otra ocasión. Hoy comentaremos esa tercera vía.

En teoría, los certámenes literarios sirven para elogiar y reconocer públicamente a una obra que, por su calidad literaria, resulta sobresaliente. Bajo esa perogrullesca premisa deberían de regirse la totalidad de los certámenes literarios pero, por desgracia, bien sabemos que no es así. A día de hoy, el mundo editorial se rige por premisas más cercanas a la gesta empresarial que a la reivindicación cultural —cuestión que, tarde o temprano, les acabará pasando factura, no me cabe la menor duda de ello— y los certámenes literarios, por derivación, no son algo ajeno a esta circunstancia.

Para empezar, podríamos dividir los certámenes literarios en dos grandes grupos: los concedidos a una obra publicada y los concedidos a una obra inédita. En el caso de los primeros, este tipo de certámenes —no exentos de sus propias lindezas— serían los más lícitos y cabales del panorama competidor puesto que, en teoría —y digo, en teoría—, estarían exentos de motivaciones espurias. Se reconoce el valor de una obra que ya ha sido publicada y punto. Pero el grupo que nos interesa —puesto que hablábamos de las posibilidades del novel para publicar y darse a conocer— es el segundo, el que se concede a una obra inédita y que suele conllevar casi de forma ineludible la publicación del texto premiado.

En relación a este tipo de premios literarios podríamos decir que, como en botica, «hay de todo» sin embargo, en función de su entidad convocante, podríamos a su vez englobarlos en otros dos grandes grupos: los convocados por entidades culturales exentas —o así se presupone— de ánimo de lucro y los relacionados de manera activa con las editoriales.

Respecto a los primeros podríamos decir que, dentro de esta marabunta, existe alguna posibilidad de que alcancen los fines mencionados. Muchos de ellos —no todos— están limpios de toda sospecha y si bien, su defecto más habitual suele ser el carecer —no siempre, ojo— de los medios más adecuados para sus fines —cuando el jurado lo componen el alcalde, el boticario, el concejal de urbanismo, el vate local y uno que pasaba por allí, mal camino llevamos, amigo Sancho—, su voluntad suele ser acertada, coherente y honesta. Salvo honrosas excepciones, suele tratarse de certámenes cuya dotación es de escasa cuantía y su repercusión mínima, sin embargo, en alguna de esas convocatorias —las de cierta entidad— acaba sonando la flauta por casualidad y aciertan a premiar una novela inédita de un autor —novel o no— sin ninguna vinculación con la entidad convocante y cuya calidad literaria es más que aceptable. Puedo dar fe de algún que otro caso.

Pero donde ya se produce el despiporre absoluto es en aquellos certámenes convocados, auspiciados, soportados o gestionados por editoriales que, por cierto, suelen ser los más populares y acreditados. Son los que terminan concediendo ese reconocimiento que el escritor novel tanto ansía. Y de ese tipo de certámenes hablaremos en una próxima entrada que les auguro muy jugosa.

29 agosto 2006

La cultura del marketing o el marketing de la cultura

El boca-oreja es un concepto muy bien valorado. El sueño de todo escritor que se precie es que sus textos adquieran notoriedad por el reconocimiento y las recomendaciones de sus lectores y que terminen convirtiéndose en long-sellers en lugar de best-sellers. Pero en España se producen en torno a 65.000 lanzamientos editoriales por año —aunque muchos de ellos sean reediciones, revistas, catálogos o ediciones no venales— y para que un nuevo lanzamiento logre destacar y cobrar entidad en el mercado literario, ineludiblemente, debe recurrir a los medios especializados —y a veces incluso a los no tan especializados— que deben hacerse eco de su salida. Recordemos los axiomas fundamentales del negocio editorial: edición, distribución y marketing. En una parte del proceso debe existir alguien que te ayude a separar el grano de la paja y que, con su acertado criterio, te guíe a través del maremagnum, evidenciándote el valor literario de algo que a ti, entre tanta oferta, haya podido pasarte desapercibido. Y con ese loable —a priori— fin, se supone que funcionan multitud de suplementos y revistas de contenido cultural que todos conocemos. Y tendemos —aunque cada vez menos— a confiar en su criterio.

La indignidad de la cuestión surge cuando se comprueba que dicho apoyo mediático, salvo muy honrosas excepciones, no se ajusta al valor cualitativo e intrínseco de la obra reseñada sino que se pacta «a tanto la pieza» obviando la mucha o poca calidad literaria de dicho texto. Incluso podría citar cifras y nombres. Y no es que me moleste la existencia de la publicidad pagada —cada uno hace con sus dineros lo que estime procedente— pero lo que, en buena lid y en su justo contexto, debería ser un dinero invertido en contratar media página, robapágina, faldón o módulo de publicidad en cualquier diario de tirada nacional, se invierte en cenas, viajes y regalos varios destinados a determinados adalides de la cultura y generadores de opinión que se las gastan de independientes, de entendidos y de connoiseurs. Lo más sangrante es que esos mismos elementos, al más mínimo rumor acerca de sus prevaricaciones, tienen la osadía de espetarte, con actitud muy digna, que sus conocimientos y su criterio es preclaro y acertado hasta el extremo de haber llegado a hacer de la cultura su profesión y de ganarse la vida con ello. Como si esa circunstancia les concediese algún viso de honorabilidad.

Sí que entienden, sí. Del color del billete que se guardan en el bolsillo. Y que conste. A estas alturas de la película, no me considero un meapilas y ni me escandaliza ni me ofende el mercadeo persa pero me molesta sobremanera que dichos individuos amparen sus fechorías en conceptos tan respetables como, por ejemplo, la calidad literaria.

26 agosto 2006

Consultorio literario

Uno de los lectores de este blog ha introducido un comentario muy interesante. En él plantea una serie de sagaces cuestiones cuya respuesta considero de común interés. Por ese motivo y para evitar que dicho cuestionario quede perdido entre los comentarios de la entrada correspondiente, he preferido responderle en la página principal del blog, reconvirtiendo el comentario en una de las entradas.

El anónimo usuario pregunta:

-¿Realmente, alguien de una editorial se lee los manuscritos no solicitados que reciben?
-¿Que opinión te merecen los agentes literarios?
-¿Es interesante la autopublicación cuando la editorial se compromete a distribuir el libro? ¿Lo distribuyen en verdad?
-¿Que coste real tiene para una editorial la publicación de 2000 ejemplares de un libro con 200 pag.?
-¿Sirven para algo las presentaciones públicas de las obras literarias?
-¿Qué opinión te merecen los concursos literarios convocados por las editoriales?
-¿Qué razonamiento siguen los críticos literarios para comentar un libro en las páginas de sus periódicos?
-¿Qué “fórmula económica” aplican las editoriales para suponer que un libro les va a ser rentable y otro no?
-¿Puedes darnos alguna orientación de quién eres? (esta pregunta puedes ignorarla, si lo deseas).
-¿Es verdad que si una novela es aceptablemente buena acaba por encontrar editor?


Trataré de responder a sus preguntas de la forma más amplia y precisa posible:

- Sí, por norma todas las editoriales medianamente serias —que, aunque no todas, son más de las que pueda parecer— leen todo lo que les llega lo cual no quiere decir que lo hagan de la forma más exhaustiva, precisa ni deseable. La ingente cantidad de manuscritos que llegan a una editorial obliga a emplear métodos de descarte que son muy proclives a provocar errores como pasar por alto un manuscrito de calidad pero por desgracia, no hay otros más precisos. «El tiempo es dinero» dijo el sabio y el de las editoriales no es una excepción. Un primer proceso evalúa someramente la coherencia del manuscrito, su presentación, su sintaxis y su gramática. Como digo muy someramente. Un texto con evidentes y garrafales faltas de ortografía o de presentación descuidada quedaría invalidado en esta primera fase sin que siquiera se pase a evaluar su contenido. Y, no creas, en esta primera fase, se descartan MUCHOS manuscritos. En una segunda fase se pasa a evaluar —también de forma somera— el contenido. Se suele leer el primer capítulo, el último y una parte central escogida al azar del texto. Si lo leído es medianamente interesante, es llamativo o está escrito con corrección, se pasa a una tercera fase: la lectura del manuscrito completo por los llamados lectores editoriales que se encargan de emitir un informe de lectura que llega al director editorial y que es quien decide en última instancia la publicación o no del texto. A muy grandes rasgos, ese sería el proceso. Un truco: es más que conveniente que la primera página del manuscrito enviado contenga una sinopsis —sinopsis breve, algo más de lo que podemos encontrar en la contraportada de cualquier libro editado pero no mucho más. Tres o cuatro párrafos serían suficientes— con la trama argumental de la novela. Además de dotar al manuscrito de un aspecto más profesional, ayuda al editor en su labor y le predispone a nuestro favor. Otra cuestión muy diferente es que el texto le termine convenciendo.

- Sobre los agentes, los concursos y los críticos literarios tengo previsto en un futuro incorporar entradas dedicadas. Si le resulta de interés, permanezca a la escucha.

- Como comento en la entrada correspondiente, la autopublicación en sí no es mala. Es muy loable en determinadas circunstancias siempre y cuando se tenga muy claro lo que se va a obtener a cambio para que nadie se llame a engaño. El medio nunca es dañino. Es el fin que se persigue lo que resulta serlo. Si se cuenta con la garantía de que una editorial que practica la autopublicación va a pelear por sacar adelante ese proyecto y se tiene constancia de que así lo ha hecho en otras ocasiones, no hay nada malo ni vergonzoso en recurrir a sus servicios pero, por el momento y a día de hoy, yo no conozco ninguna entidad de autoedición que cumpla esos requisitos. Y aunque la hubiese, la autopublicación suele contar con otros inconvenientes ajenos a la propia entidad de autoedición. Por poner un solo ejemplo, la mayor parte de las grandes superficies vetan las ediciones autoeditadas por el engorro administrativo y el escaso beneficio que les supone. Pero de eso, quizá hable con más detalle en otra ocasión

- El coste real de una edición puede variar mucho en función de la tirada y las calidades exigidas. No es lo mismo 2000 ejemplares en una edición de lujo en tapa dura que una de 200 en bolsillo con portada en plástico o rústica pero, como cifra ORIENTATIVA, una edición más que decente de 1000 ejemplares suele salir —como muy mucho— en torno a los 4 euros por ejemplar, incluyendo un excelente trabajo de corrección, maquetación y diseño —que también supone unos costes—. ¡OJO!, estamos hablando del coste de una editorial que realiza tiradas más o menos grandes y mantiene acuerdos a gran nivel con empresas de artes gráficas —para imprimir todos los volúmenes que ellos editen, por ejemplo—. Para un particular, la cifra sería algo superior pero nunca por encima de los 7 euros —a no ser que se solicite una edición de lujo con las letras en el lomo serigrafiadas con pan de oro y esas nimiedades—, teniendo en cuenta que un particular, si quiere hacerlo bien, debe añadirle los costes de revisión y maquetación del manuscrito —que irían por su cuenta—.

- Por supuesto que las presentaciones públicas sirven pero nunca por sí solas. Deben acompañarse de campañas paralelas que las potencien, por ejemplo, que la presentación sea recogida y dada a conocer por los medios. De nada sirve que usted presente su libro en el Círculo de Bellas Artes de Madrid si no se entera ni el Tato del hecho. Otra cuestión sería que, por ejemplo, Qué Leer o Babelia reseñasen el evento tanto antes como después del acto. Pero ese juego es mucho más amplio y profundo de lo que parece. Trataré de explicar parte de él en posteriores entradas.

- Como comprenderá, por razones obvias prefiero no revelar mi nombre. No es mi intención enemistarme con la mayor parte de mis colegas de profesión —autores y editores— como tampoco lo es el sentar cátedra ni que nadie me crea a pies juntillas. Como indico en la entrada titulada «Declaración de intenciones», mi única intención es hablar de aquellos aspectos del entorno literario que me son familiares —que son unos cuantos— para que mi experiencia pueda servir de ayuda a todo aquel que desee iniciarse en el complicado mundo de la literatura. Es potestad del criterio de cada lector de este blog el determinar si lo que yo escribo aquí son paparruchas sin fundamento o reflexiones que puedan serle de utilidad.

- Sí, si una novela posee calidad literaria, tarde o temprano, encontrará un editor que confíe en ella. Se lo aseguro. Otra cuestión es el tiempo que tarde en hacerlo y en ese aspecto influyen muchos factores: la suerte, la experiencia y sagacidad del escritor que pretende dar a conocer su texto… Y su conocimiento del medio en el que se mueve. De ahí, la intencionalidad de este blog.

25 agosto 2006

Adenda

Si los lectores de este blog —si los hubiera o hubiese— desean que, desde mi experiencia personal, comente o hable acerca de algún aspecto en concreto del ámbito editorial o literario, no tienen más que proponerlo en sus comentarios. Sino, callen para siempre.

Talleres literarios

Cuando alguien desea iniciarse en el bello arte de la literatura uno de los recursos más habituales al que suele acudir en busca de ayuda son los talleres literarios, esos lugares donde, en teoría, tratarán de enseñarte la alquimia que conduce a ser escritor y a redactar tus textos de forma exitosa.

La escritura, al igual que la lectura, es una de las actividades más personales que conozco, sujeta a arbitrios puramente subjetivos. A mí, un texto me puede parecer frío, plano o sin entidad narrativa y, sin embargo, a cualquier otra persona puede resultarle apasionante y conmovedor. Esa es la magia de la literatura. No hay un canon específico, una fórmula magistral ni unas reglas que la rijan. Y partiendo de esa premisa, es absolutamente inútil tratar de enseñar las normas que gobiernan una actividad que carece de ellas. ¿Qué es saber escribir con corrección? ¿Bukowski escribía bien? ¿Pío Baroja escribía bien? ¿Dumas escribía bien? Y, sin embargo, sea cual sea la opinión que nos merezca su forma de escribir, ahí están sus textos, calando hondo en cientos, en miles de personas.

Lo verdaderamente importante es lo que sentimos y lo que albergamos, la historia que llevamos dentro pugnando por salir y no necesariamente la forma en que la narramos. Si bien es cierto que existen unas mínimas normas aceptadas por común acuerdo y que deben ser conocidas antes de enfrentarse al reto de la creación literaria, para conocerlas no hace falta un taller literario, simplemente la firme voluntad de aprenderlas. Una de las formas más clásicas y que mejores resultados ofrece es la intensa lectura, el estudio de aquellos autores que, con sus textos, son capaces de despertar sensaciones y emociones en nosotros. Porque, paradójicamente, la escritura no se enseña. La escritura se apre(he)nde. Y ese es el esfuerzo voluntario y personal que cada uno debe emplear en recorrer el camino.

Por supuesto que todo el mundo puede hacer lo que le plazca y si alguien se siente más arropado en su aventura acudiendo a un taller literario, es muy libre de hacerlo. Tampoco será un tiempo perdido del todo. Aprenderá a manejar determinadas técnicas y herramientas que quizá —y sólo quizá— le sean útiles. Aprenderá a conocer, como decía García Márquez, «la carpintería de la literatura». Conocerá a gente con similares inquietudes y el hecho de poder hablar con otras personas, de igual a igual, de aquello que uno anhela siempre resulta reconfortante. Pero, como mucho, en aquel lugar, podrán enseñarte a escribir, nunca a ser escritor.

Lo único que pretendo con estas líneas es que nadie se llame a engaño. Que pueda evaluar y calibrar con conocimiento de causa lo que realmente busca y lo que va a encontrar en lugares como los mencionados. Y que no busque en un taller literario algo que jamás encontrará allí. Lo dice alguien que ha impartido unos cuantos.

23 agosto 2006

Ventanas editoriales

No es ningún secreto que la mayor parte de los lanzamientos de cualquier editorial de cierto prestigio siempre coinciden con determinadas fechas. Concretamente con los meses de marzo a mayo y de septiembre a noviembre. Como todo en esta vida, el hecho tiene su porqué. Es lo que en el ámbito editorial se conoce como «ventanas editoriales» o «ventanas de publicación». Estadísticamente, las épocas en las que más libros se venden suelen coincidir con los periodos preestivales y los periodos navideños. De ahí que la mayor parte de las editoriales escojan esos meses para el lanzamiento de sus novedades. Hasta ahí, todo parece perfectamente legítimo. Y no sólo lo parece sino que lo es. Lanzar un libro en el mes de enero o en pleno verano es prácticamente un suicidio editorial y tanto los editores como los autores que publican regularmente lo saben.

La impudicia surge cuando autores consagrados y de ventas más que aseguradas exigen en sus contratos, bajo amenaza —velada o no— de marcharse a otra editorial, el copar esos periodos para cada lanzamiento de sus nuevas obras. ¿Y por qué esta circunstancia me resulta impúdica? Porque a estas alturas del partido nadie alberga la menor duda que determinados autores —no vamos a poner nombres— venderán la tirada completa de cualquier edición que lancen al mercado aunque lo hiciesen el pleno mes de agosto y en mitad del desierto de Mohave y a pesar de esa circunstancia siguen exigiendo por contrato que se les reserve esas ventanas editoriales. Y esa circunstancia me parece deleznable no por el hecho en sí mismo sino por sus motivaciones. Porque me consta que muchos de ellos no lo hacen por vender más sino para que otros vendan menos no vaya a resultar que, a pesar de su más que asentado prestigio literario, pueda emerger en el momento adecuado —una ventana editorial, por ejemplo— un nuevo valor literario que les acabe haciendo sombra. Y no son habladurías ni insidias de patio de vecinas. Todos —editores y autores— lo negaran pero les aseguro que dicha práctica me consta.

21 agosto 2006

Autoedición

Siempre que me han preguntado que opinión me merece el tema de la autoedición, mi respuesta ha sido clara y rotunda: mala, me merece una pésima opinión. Y no sólo por el hecho en sí —loable en muy determinados y puntuales casos— sino por lo que subyace tras ella: esos cantos de sirena que en muchas ocasiones son empleados por personas sin escrúpulos para regalar los oídos del literato deseoso por publicar.

Dejando al margen estafas manifiestas como, por ejemplo, la del sinvergüenza de Santiago Rojas y su editorial Jamais, el tema de la autoedición nunca ha dejado de ser una cuestión controvertida. Si uno cae en la trampa de utilizar ese medio cediendo ante la vana ilusión que produce el hecho de ver editado un libro propio, lo único que obtendrá a cambio será exactamente eso: una serie de ejemplares con su nombre en portada. Y nada más. Y presupongo que cuando alguien, ilusionado por dar a conocer su obra, se plantea el recurrir a la autoedición, espera algo más que eso a cambio.

Desengañémonos. Nadie va a venir a ofrecerte a tu propia casa el negocio del siglo. Si tus textos resultasen de una calidad tan evidente y fuesen tan comerciales, el primer interesado en llevarse una gran parte de ese pastel aun a costa de arriesgar su propio dinero sería el editor. Pero mediante el sistema de autoedición, nunca se logra evaluar de forma precisa la calidad de la obra propia sino la calidad del propio dinero. Nunca se obtiene una certeza acerca de la viabilidad o la exquisitez de la obra personal, tan solo el inexorable hecho de que mientras pueda pagarlo, su obra será editada. Y presupongo que cualquier autor que se precie no busca obtener esa recompensa a su esfuerzo literario. Que nadie se llame a engaños con la mentira piadosa de «primero me autopublico y luego ya alcanzaré la fama». Eso son cuentos de princesas. Si un editor te propone sufragar una parte o todo el coste de una edición es que ni él mismo ve claro el trasfondo de ese negocio. Pero es indudable que a todo escritor novel le place el hecho de ver plasmado en un ejemplar el resultado de su esfuerzo creativo llevado a cabo durante meses e incluso, años y con ese factor juegan muchos de los mal llamados editores –autoeditores—.

Por todo esto, hay dos premisas que para mí son determinantes y que todo autor que se precie debe respetar siempre, bajo cualquier circunstancia. La primera es que, por moral y por principios, a ningún autor debería costarle dinero el hacer pública su obra. Hay miles de fórmulas alternativas que son mucho más respetables y que incluso suelen devolver mejores resultados. Por ejemplo, ceder textos de forma gratuita para ser editados en fanzines, antologías y revistas es un camino mucho digno si lo que uno pretende es dar a conocer su nombre. O publicar de forma gratuita en Internet. Todo antes que, además de tu esfuerzo intelectual, el dar a conocer tu obra te cueste parte de tu patrimonio. La segunda cuestión es de índole más prosaica. El negocio editorial —visto desde una perspectiva empresarial— se basa en tres puntos principales: edición, distribución y marketing. El primero de ellos se asienta de forma ineludible e indispensable en los otros dos. Si uno recurre a la autoedición tan sólo accederá, por norma general, al primero de ellos —la edición— con lo que, en el mejor de los casos, lo único que obtendremos a cambio de nuestra ilusión será un par de cajas de libros con nuestro nombre en la portada que guardaremos con orgullo paterno en el trastero de nuestra casa. Pero eso ni es publicar ni dar a conocer el resultado de nuestro esfuerzo.

Siempre quedan opciones al respecto. Publicar un libro no es ni tan complejo ni tan caro como pudiera parecer. Lo verdaderamente costoso es distribuirlo y darlo a conocer por lo que si uno desea simplemente ver impresos unos ejemplares de su obra puede optar por dirigirse a una imprenta solvente —ojo, he dicho imprenta, no editorial. Las hay muy dignas y profesionales— en la que, por un precio mucho más módico que el que te pueda ofrecer una editorial en régimen de autoedición, podrá obtener una maquetación más que aceptable y una determinada cantidad de ejemplares que poder regalar a los amigos o vender en la puerta del metro. Al fin y al cabo, obtendremos el mismo resultado que si hubiésemos recurrido a los servicios de autoedición de una editorial pero a un precio mucho más razonable. O por otro lado, nos queda un último recurso: el dirigirse uno mismo a editoriales de prestigio y hacerles una propuesta para editar asumiendo parte de los costes de ese trabajo. Suena extraño pero es increíble la cantidad de editoriales asentadas en el mercado —algunas de ellas muy reputadas— que aceptan propuestas de ese tipo. En el fondo no deja de ser autoedición y quizá salga un poco más caro, pero al menos se podrá contar con una serie de garantías mínimas que determinadas editoriales que practican la autoedición no pueden ni soñar en ofrecer. Por ejemplo, un nombre ya situado, un nicho en el mercado y un canal de distribución imprescindible para que una obra llegue a sus potenciales lectores.

20 agosto 2006

Declaración de intenciones

¿Quién soy? No importa, al menos no demasiado. Ese dato no es relevante. Baste decir que es muy probable que su estantería albergue un ejemplar de alguna de mis novelas. ¿Por qué escribo esto? Podría decir que por divertimento, lo cual no estaría exento de certeza pero, si tratamos de ser un poco más trascendentales, digamos que este espacio es una especie de ejercicio catártico, una forma de expiar determinados pecados, de liberar cierta carga de culpabilidad que llevo a cuestas por dar mi beneplácito —bien por acción, bien por omisión— a ciertas connivencias de carácter más bien vergonzoso relacionadas con el ámbito editorial. Dice el refranero popular que «en todas partes cuecen habas» y el mundillo literario no es menos proclive a ello. La actualidad editorial produce y genera, como todo en esta vida, su cuota correspondiente de honores y miserias y me gustaría que este blog acabase siendo una especie de aviso a navegantes, un lugar donde todo aquel que quiera acercarse —bien como autor, bien como mero curioso— a ese extraño y casi esotérico mundo del mercadeo literario —ojo, la Literatura, con mayúsculas, es otra cosa— pueda conocer parte de sus entresijos, parte de lo que en él se cuece a espaldas de la opinión pública. Que, por cierto, es mucho y, en ocasiones, muy jugoso. De todos esos temas trataré de hablar en esta ventana que me brinda ese Armageddon tecnológico llamado Internet.

Desconozco el tiempo que durará esta aventura que inicio hoy. De entrada, desconozco incluso la periodicidad con la que podré exponer nuevos comentarios. La cuestión depende de muchos factores, comenzando por el hecho de que soy un lego en cuestiones informáticas. Yo simplemente me encargaré de redactar estos textos y un buen amigo, más ducho que yo en estas lides, se encargará de publicarlos aquí. No sé cuanto tiempo podré seguir abusando de su amabilidad. Tampoco sé si desde alguna instancia, alguien pretenderá cerrarme la boca. Mientras no ocurra todo eso, disfruten de todo lo que aquí se exponga. Les adelanto que merecerá la pena.